lunes, 8 de junio de 2009

Revolutionary road

Son los años 50, estamos en un barrio tranquilo de las afueras, un matrimonio de dos liberales que han renunciado a sus sueños para instalarse en una vida comoda e “irremediablemente vacía”. Ella atrapada en una vida indeseable, de paridora, ama de casa y actriz frustrada. Él, niñato egoísta arrastrado por las aspiraciones y la hipocresía de la sociedad burguesa bienpensante. Ambos esconden su fracaso como pueden, y en la intimidad estalla la guerra entre dos individuos, que han asumido la institución matrimonial porque es la que les enseñaron que hay que prolongar.

Revolutionary Road es como un puñetazo al público que iba atraído por una película comercial protagonizada por los de Titanic. Imagino con una sonrisa, que les habrá hecho pensar, al menos, a aquellos que ni se les ocurriría ver Secretos de un matrimonio. En la escena la falacia de la vida feliz en familia, que por otro lado es artificial, y de los ideales de una vida común hecha de mutilaciones de la individualidad, que no se sostienen porque ni son ideales ni son tan perfectos. Siempre me gustarán esas historias que remueven el estómago a los que creen en la “normalidad”, el loco de la peli es el único que no se deja engañar por la pose, es uno de esos locos que hay que mantener apartados en la sociedad del control.

Dos espacios simbólicos: las casas con fachada limpia de colores pastel, que se repiten con pequeñas modificaciones, y encierran secretos, intimidades de vidas insulsas y conformistas. El bosque, único espacio de libertad, de árboles que se talarán para construír más casas mediocres llenas de existencias ridículas multiplicadas hasta el infinito.

April le dice a su maridito: “No eres más que un crío que me hizo reír en una fiesta, y ahora no puedo ni verte.” No he podido evitar sentir simpatía por esta esposa que se niega a esconder su insatisfacción, que tras un desayuno de matrimonio convencional, se revela como una heroína de tragedia griega, contra la sumisión a la mentira.